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Ariet

D
oña Amalia empolvó su nariz delante del espejo del baño. Desde que había enviudado cinco años atrás solo salía de casa para ir al mercado, la farmacia y a misa los domingos. Pero ese día rompería la rutina. Sant Poble celebraba las fiestas navideñas, como siempre, el sábado antes del veinticinco de diciembre.

        Hasta la navidad pasada, doña Amalia había guardado un estricto luto. Se negaba a ir a la feria navideña que el ayuntamiento emplazaba a dos calles de su apartamento. Muerto su marido, sin nietos ni hijos, no quería ser el tema central de las lenguas viperinas con las que no compartía más allá de un buenos días. Para doña Amalia, las fiestas decembrinas eran sus preferidas. Un mazapán, la llamada telefónica de su sobrina o los cánticos de la coral del pueblo marcaban la diferencia con las otras celebraciones tradicionales. Ninguna tenía ese toque especial con aroma a jengibre, canela y miel.

        Doña Amalia buscó el monedero en el armario, revisó su contenido. Abrió el cajón superior, tanteó entre los camisones del fondo hasta dar con un delgado cilindro de billetes. Sacó un par. «Con esto será suficiente», se dijo.

        Con el abrigo gris de lana, una bufanda violeta y el bastón con cabeza de león por empuñadura, salió del pequeño apartamento. Una habitación, una salita, una cocina y un baño. Por compañía, Fifí, un gato que solo aparecía cuando doña Amalia se olvidaba de alimentarlo. Afuera, el invierno aún se presentaba benevolente gracias a un refulgente sol que paliaba las ráfagas gélidas del norte. El reporte del tiempo ya había anunciado que en los próximos días cambiaría.
   
        Doña Amalia caminó con paso incierto entre el gentío que se agolpaba frente a los tarantines de la feria. Niños correteaban de un lado para otro. Las bambalinas con forma de estrellas se mecían entre los postes. En un puesto la humareda invitaba a comer carne asada; en otro, churros con chocolate; al siguiente, palomitas de maíz. Un desfiladero de fragancias que, a ratos, se confundían con incienso, hierbas aromáticas y especias. Un villancico en los altavoces fue interrumpido para anunciar la venta de los boletos para una rifa en beneficio de los pobres: «Para los peques: ¡un hermoso osito de peluche, una muñeca de trapo o un auténtico camión de bomberos!  y para los grandes: ¡un juego de cubiertos para doce personas, una vajilla de porcelana o un florero de cristal! Cualquiera de estos premios puede ser tuyo. ¡Compra ya tu boleto! Y recuerda: mientras más boletos compres, más oportunidad tendrás de ganar».

      Doña Amalia buscó entre los tarantines el cartel de la rifa. Quería ver cómo era ese florero de cristal. Lo miró, le gustó y decidió comprar un boleto. Tenía por delante una veintena de personas en la fila. Un tirón en el abrigo la hizo trastabillar. Giró y vio a una niña que la miraba:

       —¡Cuidado, que casi me tumbas! —reclamó agriamente.

     La niña bajó la mirada. Llevaba puesto un abrigo celeste cruzado con cuatro botones grandes amarillos. Por debajo del abrigo, los faldones de un vestido blanco y botines blancos. Su cabello negro llamó la atención de doña Amalia. Un negro tan intenso que el sol pintaba de azules varios mechones.

    —Es que se le cayó esto… —dijo la niña elevando el brazo. Un botón color púrpura descansaba en la palma de su mano.

      —No es mío —contestó doña Amalia.

      —Estaba al lado de su bastón.

     —Se le habrá caído a otra persona.

     —Vale.

    La niña giró sobre sus talones y marchó. Doña Amalia la siguió con la mirada hasta perderla entre la multitud. Qué curioso, pensó, me recuerda a alguien… ¿a quién? ¿a quién?

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